domingo, 21 de agosto de 2011

martes, 7 de junio de 2011

Un amor existencial

«Trabajaremos mucho, pero llevaremos apasionadas vidas de libertad». Estas palabras fueron dichas por Jean Paul Sartre a Simone de Beauvoir, y a fe que lo cumplieron. En «Sartre y Beauvoir. Historia de una pareja» (Lumen), su autora, Hazel Rowley, deja claro que su libro es la historia de una relación, y aunque, naturalmente, no obvia la vinculación de la legendaria pareja con el existencialismo, ni el compromiso de ambos como escritores, sí manifiesta que su obra acoge la historia de una relación. Lo que se deduce de la lectura es que separar, como ellos hicieron, lo intelectual de lo sentimental resulta difícil, porque a pesar de que en lo concerniente a lo primero dijeran cosas absolutas sobre lo segundo, hubo demasiadas contradicciones.

Entre ellos existió un grado de dependencia distinto al de parejas convencionales, pero la hubo. Se comprometieron a contarse el uno al otro todo cuanto sucediese en sus vidas privadas -lo que llamaron «amores contingentes»-. De este modo, el autor de «La náusea» le confiaba a la autora de «El segundo sexo», -«una mujer no nace sino que se hace», escribió ella-, su pasión por las jovencitas que caían entre sus brazos, y por algunas de las cuales sufrió intensamente. Simone hacía lo mismo y desvelaba a Sartre su intimidad, pero la verdad es que, en más de una ocasión, se sumergió en un mar de lágrimas. Cierto es que, también, compartieron amantes como Bianca Bienenfeld. La cuestión es que los dos vivieron bajo la aureola del escándalo.


El amor absoluto y los secundarios:
Beauvoir, antes de conocer a Sartre, había pensado en casarse y tener hijos. La dote de la que carecía bien podía suplirla su belleza y su elegancia. (La inteligencia, entonces, no se contaba como patrimonio de la mujer, aunque la de ella fue excepcional). Era muy amiga de René Maheu, que fue quien la llamó «el Castor». Sartre se empeñó en conocerla y la reconoció como «la Valkiria», pero el apelativo de Maheu fue finalmente reconocido por el autor de «El ser y la nada», y así la llamó hasta que la muerte de él los separó tras 51 años de relación. Nunca vivieron en la misma casa. Se pasaron años, 18, en hoteles, pero en habitaciones separadas. Sin embargo, consideraban su amor «absoluto», los demás eran secundarios. Declaraba la autora de «La fuerza de las cosas» que dejó de creer en Dios a los 19 años y encontró en Sartre el hombre que la enseñó a seguir el camino que se había trazado. Se dijeron que el amor que sentían era «esencial», que eran almas gemelas y que su relación duraría toda la vida, pero había un precepto a cumplir: el no a la monogamia.

En lo intelectual eran una piña ya desde los tiempos de la Ecòle Normal, cuando reflexionaban sobre el «Discurso de metafísica», de Leibniz. Entre los amores de Beauvoir, que en ocasiones mantuvo relaciones lésbicas (la verdad es que algunas de sus alumnas se echaban en sus brazos), destaca el que sintió por el escritor norteamericano Nelson Algren, a quien escribió apasionadas cartas de amor, pero nunca, al igual que Sartre hizo con ella, dejó su relación primordial, incluso en tiempos en que la cuestión sexual se borró de sus vidas. Ella disfrutó de su relación con mujeres jóvenes: Nathalie Sorrokine, entre otras, pero podría destacarse la que mantuvo con Sylvie Le Bon, a quien dio su apellido y nombró su albacea testamentaria. Sartre, de entre sus múltiples relaciones, convirtió a Arlette Elkaïm en hija adoptiva, para desesperación de sus otras amantes, a las que seguía manteniendo. Elkaïm Sartre se portó de modo cruel con la autora de «Diario de guerra». Tras la muerte del filósofo no recibió ni un objeto como recuerdo, aunque lo solicitó a través de amigos. La respuesta fue: «Si lo desea que lo pida ella». El Castor guardó silencio y lloró hasta caer enferma. Arlette, en la actualidad, vive tras un muro de silencio siendo como es la depositaria de la obra sartriana y de sus inéditos. Se ha negado, por ejemplo, a hablar, cosa habitual, por otra parte, con Hazel Rowley, algo que sí ha aceptado Le Bon Beauvoir.

Simone fue apartada de Sartre estando ya él ciego y muy enfermo. Ella visitó, en ocasiones, a la persona que más influyó en su vida y a la que no es exagerado decir que idolatró. La noticia de su muerte, el 14 de abril de 1980, la recibió por teléfono y acudió al entierro acompañada por su hermana Hèléne, entre una enorme multitud, tanta que un joven cayó a la fosa. Simone no paró de masticar Valium, como si fueran pastillas para la tos.

La «última manifestación del 68»:
Claude Lanzmann dijo de aquella manifestación que era «la última del 68». Cuando Simone tuvo fuerzas, escribió «La ceremonia del adiós». Sobrevivió seis años al hombre que le dijo: «Nunca he sentido de manera tan intensa que usted es yo» o «su maridito que la quiere». Ya en el lecho de muerte y con los ojos cerrados: «La quiero muchísimo mi querido Castor». La unión intelectual jamás desapareció. De hecho, el autor de «Los secuestrados de Altona» daba a Beauvoir sus textos y ella le señalaba defectos que él aceptaba. El Castor, en el principio de su relación, dijo que él «era un universo de exuberante abundancia, frente a mi pequeño mundo insignificante». Tiempo después, Sartre le escribió, y podrían citarse muchos más ejemplos, que «si su aprobación me faltara, todo se desmoronaría y yo iría a la deriva», o dado que no concebía la existencia sin su querido Castor, «no he recibido sus cartas y yo vivo su mundo y el mío a través de ellas». Cuando él murió, ella quiso quedarse a solas con el cádaver y se tumbó junto a él a pesar del horror de un enfermero que le señaló que estaba gangrenado.

Para la generaciones de los años sesenta y setenta se convirtieron en mitos, en iconos; dice Rowley que ahora en Francia se les recupera. Eran librepensadores, el existencialismo vivía sus momentos más esplendorosos, y ellos se comprometían con conflictos de alcance universal, como la Resistencia contra los nazis; la guerra del Vietnan (en contra de los Estados Unidos); la guerra de Argelia (a favor de la independencia), ante la ira de muchos franceses. Cuando Sartre firmó el «Manifiesto de los 121», se produjo un enorme escándalo. De Gaulle sentenció: «Uno no encarcela a Voltaire». Él siguió divulgando sus palabras -era un experto en ellas y ese don venció su fealdad y le valió el éxito con las mujeres-, a través de la revista que creó, «Les Temps Modernes», más tarde fundaría «Liberation», y sus libros. Su estalinismo le valió ser considerado como «un ultrabolchevique» por Merleau-Ponty, una convicción que, también, le costó la amistad de Albert Camus, que opinaba que Sartre «con el estalinismo aceptaba el servilismo y la sumisión». Antes, Sartre trabajó como corresponsal para «Combat», el periódico que fundó el autor de «El extranjero».

Para Beauvoir, que no comulgaba con dogmatismos, el estalinismo no era santo de su devoción, aunque viajaron juntos a la U.R.R.S., en numerosas ocasiones. El escritor también lo hizo a solas impelido, de nuevo, por el amor hacia otra mujer, Lena, que fue guía de ambos ensu primer viaje a Moscú, a quien dedicó «Las palabras». La obsesión sartriana por Stalin le llevó a no recoger en 1964 el Nobel.